Tres sílabas. El pueblo en el que yo crecí tiene tres sílabas. Su fama está ligada al crimen más macabro ocurrido en España durante los años noventa. Tres sílabas. Como tres fueron las víctimas.
Fui una niña asustada, una de esas niñas que aparecen en las novelas de Stephen King rogando que alguien les deje tener de noche una lamparita encendida.
La noche no era un tiempo, la noche era un lugar donde dominaba el terror y el paso de sombras como agujas, el calculo de la distancia con la habitación de mis padres y los ruidos sin origen. En ese lugar las lamparitas encendidas estaban muy lejos de ser un mueble cotidiano. Las lamparitas eran antorchas aliadas, vasijas vivas que exhalaban luz igual que yo exhalaba miedo.
Si lo pienso un poco no es nada casual porque yo fui víctima de la versión de Aladino y la lámpara maravillosa que Disney adaptó en los noventa: Aladyn , y que también daría vida propia a otro objeto doméstico, las alfombras. Pero esa es otra historia. En cualquier caso aquella lámpara de aceite no se parecía en nada a la que yo tenía en la mesita de noche, pese a que en mi imaginación eran la misma. Es decir, las dos eran capaces de conceder deseos. El genio y la electricidad venían de una misma magia.
Se ha escrito mucho sobre el simbolismo de la lámpara maravillosa en el cuento de Aladino que está recogido en Las mil y una noches. La lámpara que se frota para hacer salir al genio de los deseos, en realidad, nos está hablando de la conciencia luminosa. Aladino está a punto de tirar la lámpara cuando su tío lo castiga en el fondo de una cueva por no haberle traído los tesoros prometidos. Como Aladino, necesitamos penetrar en el castigo y la necesidad para conocer lo que está oculto dentro de un objeto aparentemente inútil. Nosotros somos los tres personajes: Aladino, la lámpara y el genio concesor. Es más, nosotros somos también los deseos.
Fue Valle Inclán quien más penetró en su significado en el libro La lámpara maravillosa Ejercicios Espirituales, un intrincado tratado de misticismo esotérico en el que la lámpara que se enciende para conceder deseos se ilumina para conocer la conciencia a través de la quietud: “El alma que sabe hacerse quieta se convierte en centro” . La iluminación no es sólo visión, es lucidez y la lucidez es contemplación.
Una aproximación a ese detenimiento de la vida hasta sus últimas consecuencias lo encontramos en el poema Voy a dormir, la carta de despedida de la poeta Alfonsina Storni que se suicidó en Octubre de 1938.
“Voy a dormir, nodríza mía, acuéstame
Ponme una lámpara a la cabecera
una constelación, la que te guste
todas son buenas, bájala un poquito”
Aquí, la lámpara es una metáfora de la cúpula celeste, una iluminación tenue que sirve de letargo hipnótico para el fin de una vida. La poeta pide que bajen el cielo como se baja el fulgor de una lámpara demasiado lejana que no atisba a iluminar las letras de una buena novela. Bájala un poquito.
Me gusta mucho como lo expresa Berta García Faet en el título de su último libro El arte de encender las palabras, un ensayo sobre poesía donde Berta nos da las claves para que las palabras, a veces camufladas en el discurso cotidiano, se iluminen por dentro produciendo reflejos iridiscentes, polifonías cromáticas. Las palabras también se encienden. Un buen poeta debe saber colocar bien la lámpara.
Hubo un momento en que las lámparas dejaron de ser objetos corrientes y se convirtieron en objetos preciosos, y no, no me refiero a las lámparas de araña que presidían las óperas ni a los bosques de neones colgantes de los palacios, me refiero a cuando todos quisimos una lámpara ACJA o NERST. Me refiero a cuando todos aprendimos un sueco impronunciable. Me refiero a cuando llegó Ikea.
En el año 2002 Ikea ganó un Gran Prix en el Festival de Cannes por su anunció Lamp que dirigió Spike Jonze, el director de la película Her ( 2013). El anuncio era emocionalmente devastador. La historia se contaba desde el punto de vista de un flexo rojo cabizbajo abandonado entre dos montones de basura una tarde de lluvia. La música melodramática acompañaba al pobre flexo que contemplaba en la intemperie de la calle como su antigua dueña lo había sustituido por una flamante lámpara nueva de Ikea. Justo cuando el cuadro ya te tenía al borde de la lágrima aparecía un actor mirando directamente a cámara y diciendo:
“Muchos de ustedes se sienten mal por está lampara. ¿Están locos? Esta lámpara no tiene sentimientos. Y la nueva es mucho mejor»”
Ver anuncio Ikea "Lamp" (2002)
Aquel anuncio expresaba la confianza desaforada en el crecimiento tecnológico de principios de los 2000 . Odiaba aquel anuncio. Años más tarde, yo me encontraría buscando casa por las calles de una ciudad del norte de Europa y sintiéndome exactamente como se sintió el flexo rojo de Ikea, es decir, una lámpara del sur de Europa que no podía competir con la eficacia de los modelos del norte. Los escenarios familiares idílicos salpicados de una moderna iluminación indirecta se sucederían en cada esquina de la ciudad mientra yo, con los pies llenos de nieve y mal abrigada, rezaba por convertirme en la luz al otro lado del cristal.
Pero los tiempos cambian. Y aquella confianza desaforada del 2002 no era posible en 2018. En plena eclosión del pensamiento verde, Ikea hizo una secuela del exitoso anuncio que retomaba la acción justo donde se había quedado 16 años atrás. La niña, con sus botas a lo It, volvía a por el flexo rojo en medio de la lluvia para ponerle una bombilla de bajo consumo. El mismo actor, 16 años más viejo, volvía a mirar a cámara para decirnos:
“Muchos de ustedes se sienten felices por esta lámpara. Eso no es una locura. Reutilizar las cosas es mucho mejor».
Y así se cuenta la historia de la civilización. Dos minutos. Dos anuncios. Dos lámparas. Ikea había sabido narrarse a sí misma y narrar el cambio de paradigma del pensamiento occidental a través de un flexo metálico. Yo había hecho un erasmus, dos másters y había aprendido a reciclar. Pero dormía con una lamparita encendida.
Sigo teniéndole más miedo a la oscuridad que al desastre.
Ya lo dijo Isabel Coixet en el título de una película bellísima sobre la nieve :“Nadie quiere la noche”
La noche no es un tiempo, la noche es un lugar.
Desde el salvaje este.
Carlota.