Hay un momento trágico en la película Las Horas (Stephen Daldry, 2002) en el que el personaje interpretado por Meryl Streep le cuenta a su hija que hubo una mañana en su vida, cuando despertó junto a Ed Harris, en que pensó que a partir de aquel momento vendría la felicidad, que la vida estaría llena de momentos como ese, sin darse cuenta de que la felicidad era sólo aquel momento.
No me gusta la palabra felicidad. Una dice felicidad y parece que esté vendiendo un manual de autoayuda o un catálogo de tartas por encargo. Pero yo también tuve una mañana en que pensé que empezarían a cumplirse todos los sueños, que la vida adulta sería un continuo ir y venir de delicia en delicia. Sin darme cuenta de que el sueño era aquella mañana. Solamente aquella mañana, el oasis polar de nuestras vidas.
Hoy, quince años después, el cielo ha amanecido encapotado sobre el Salvaje Este, los coches circulan con las luces encendidas sobre una lluvia elocuente, las pieles piden jerseys de lana y, sin rastro de la primavera, me he transportado a aquel invierno de 2009 en Berlín.
Labios rojos sobre el cielo gris. Esa es la imagen que tengo de Berlín. No el pirulí de Alexanderplatz, no las entradas y salidas de la Berlinale, no las luces de los locales clandestinos, no la epifanía de la música electrónica, no la nieve cubriéndonos la mitad de los muslos, no los bolsos que tejía Teresa en penumbra bajo un ventanal de acero, no el pan con nutela del que nos alimentábamos. Todo eso también. Pero sobretodo, la imagen de los labios rojos sobre un cielo gris.
Éramos pobres y teníamos frío, vendíamos chocolate caliente y tortilla de patatas en el rastro de MauerPark. Los edificios eran grises, las calles eran grises, hasta las casas de piedra parecían estatuas metálicas y Teresa se pintó los labios de rojo por primera vez en su vida. Recuerdo que las ramas de los árboles parecían raíces agitadas contra el viento, recuerdo la textura del encuentro del lápiz de labios con la palidez y sus ojeras . La precariedad del paisaje y la boca efervescente.
Teresa y yo llevábamos pañuelos de colores en el pelo. Los pañuelos se movían alegres entre metros y tranvías oxidados como dando saltos de sambori. Teníamos veintiún años. No sabíamos qué queríamos hacer con el resto de nuestras vidas, pero sabíamos que queríamos hacer cine y contar historias como las contaba Julio Médem.
Historias donde la casualidad tuviera una importancia animal, donde las emociones fueran orgánicas. Todo lo tenía que contar la piel.
Una de aquellas noches gélidas, Álex y yo acabamos en el piso de una directora de cine brasileira que estaba convencida de que el futuro consistía en recuperar el súper8. Nos obsesionamos con la idea: teníamos que lograr hacernos con una cámara súper8. Caminamos durante horas a través de una ciudad que parecía una mandíbula iluminada, bebiendo whisky de una petaca compartida, hablando únicamente de cómo filmar aquella ciudad que nos estaba devorando. A la mañana siguiente ya no recordábamos nada de la conversación, habíamos olvidado a la directora brasileira, ya no queríamos filmar en súper8, queríamos aprovisionarnos de cámaras digitales de última generación. Tampoco queríamos eso. Queríamos escribir guiones. Y eso tampoco. Sino hacer poemas. Cortos, que cupieran en un billete de metro descolorido.
No recuerdo por qué acabamos aquel año todos en Berlín. Yo llegué desde la ciudad de la hache intercalada, Alan voló desde Londres, Alex y Teresa se habían conocido allí junto a una chica noruega que tocaba un antiguo instrumento esquimal. Había compuesto una cancioncilla que sólo tenía un par de frases: “All I need is a One night stand with a boy in a band” ( Sólo necesito un polvo de una noche con un chico que toque en un grupo). Es curioso, recuerdo la canción pero no su nombre. Tampoco sé cómo conseguimos convivir dos semanas cinco personas en una habitación sin cuarto de baño. El baño estaba en un mini pasillo enmoquetado que compartíamos con una chica americana a la que llamábamos Miss Georgia.
Casi siempre era de noche. La nieve nos sorprendía súbitamente, nunca la veíamos caer. De repente salíamos de una estación de metro, o de un local, o mirábamos por la ventana y ya estaba todo blanco. Los vaqueros y las medias se rozaban con una capa de hielo apelmazada haciendo un ruido de franela encogida fris-fris.
Yo llevaba faldas largas que me había cosido Teresa con camisetas de leopardo y chaquetas de lana, Teresa se había cortado el pelo a ella misma y parecía una refugiada bosnia, todo nuestro aspecto era incoherente. Pero estábamos bellísimas, como sacadas de algún fotograma que a la directora brasileira le hubiera gustado filmar.
Nos queríamos. Nos queríamos como bestias. Despertábamos cada mañana a una adolescencia distinta donde nos admirábamos como si los unos fuéramos grupis de los otros. El talento del amigo importaba más que el talento propio. Cada nueva idea, cada palabra escrita, cada dibujo se recogía como se recoge la fruta tierna de temporada, con una mezcla sagrada de delicadeza y ansia. Delicadeza porque teníamos pavor a que todo lo que creábamos se pudiera romper, a que nosotros mismos nos pudiéramos romper. Ansia porque teníamos demasiada hambre de lo que el otro ofrecía como para permitirnos hacer la digestión. Hablábamos sin parar.
Del cine de Wim Wenders, de Corto Maltés, de las canciones de “Los de Marras”, de los relatos que estábamos escribiendo, de las fotografías, de las imágenes, de raparnos el pelo, de vivir con lo puesto, de tener muchos hijos, de montar una comuna, de la anarquía, de la utopía y del amor.
Ninguno cumplimos aquellos sueños, ni nos parecemos a las personas que soñábamos ser. La amistad, que aquellos días nos parecía más indestructible que el arte y la familia, no superó los primeros embates de la circunstancia, los cambios de rumbo, las decisiones atropelladas y las palabras injustas. Con nosotros el deshielo fue más atroz que la nieve. A veces es más difícil cruzar una ciudad que atravesar un continente.
Sin embargo, hay una frase de Los puentes de Madison (Clint Eastwood, 1995) en la que pienso mucho cuando recuerdo aquellos días en Berlín: “Los viejos sueños eran buenos sueños. No se cumplieron pero me alegro de haberlos tenido”.
Es importante tener sueños. Quizás es más importante todavía tener sueños que no se cumplirán. Tener un punto de referencia de lo que una fue, o quiso ser, en algún lugar de la memoria y la geografía, un par de grados bajo cero en el corazón de una ciudad europea que nos enseñó a inventar el frío.
Supe desde el principio que Berlín sería importante en mi vida. Al volver del invierno de todas las delicias me quedé dos gatitos recién nacidos. A uno le puse de nombre Berlín, a su hermana por contraposición le puse de nombre París. Imaginé, aunque entonces aún no lo sabía, que París, la ciudad, sus sueños, era otra cosa. Hoy son dos ancianos gatos de quince años. Y cada vez que los nombro me acuerdo de esa frase tremenda del final de Esplendor en la Hierba (Elia Kazan, 1961)
Aunque nada pueda hacer
volver la hora del esplendor en la hierba,
de la gloria en las flores,
no debemos afligirnos,
porque la belleza subsiste siempre en el recuerdo.
Los viejos sueños eran buenos sueños.
Desde el salvaje Este.
Carlota.
Oh! Las imagino como dos ángeles adolescentes mirando Berlin. Sería una versión menos Wim Wenders, más Elena Martín o Isabel Coixet. Qué seríamos sin las útopías, lleven nombres de ciudades o amores o mundos nuevos. En mi ventana con puerto el cielo está gris sin atenuantes, aunque en el fondo de cada brote de este paisaje se sospecha un verde flúo, un rojo labial. La primavera, hermana de todas las utopías, siempre cumple.